Dos minutos de Rocky

"Tranquila, pared"
(Rocky en Rocky Balboa)

Las películas de Rocky son muy malas.

Lo son, al menos, desde la mayoría de los puntos de vista. Y desde luego a partir de la segunda son esencialmente horribles.

Las interpretaciones de los actores suelen ser penosas. Los combates de boxeo resultan ridículos. Los diálogos logran, en ocasiones, coronar cumbres de la vergüenza ajena. Rocky y sus secuelas son, según muchos, una mierda sin paliativos.

Y sin embargo hay algo decente en Rocky. En cuatro de ellas, si descontamos de la serie la innoble y prostituida Rocky IV, que podrían haber subtitulado “Rocky empieza la Perestroika”; y la quinta, espantosamente falta de inspiración hasta para los estándares en los que nos estamos moviendo.

Como decía, hay algo decente en Rocky, algo que ha llevado a que le hagan una estatua en Philadelphia y, sobre todo, que esa estatua mole. Un algo que está diluido en la solemnemente mala Rocky 3 y que verbaliza una y otra vez Apollo Creed con su “debes tener la mirada del tigre” “ya no tienes la mirada del tigre” “ahora sí, ahora ya por fin vuelves a tener la mirada del tigre” en lo que sería un resumen perfecto de las casi dos horas de película apostrofando las caras de Stallone, al que cuesta verle, la verdad, no ya la mirada del tigre, sino cualquier mirada digna de algún animal del orden superior. Pero en fin. Algo hay de la esencia de Rocky en esa peli.

Bastante más de esa misma esencia se puede encontrar en la última (hasta ahora) de la saga, “Rocky Balboa”, tamizada por una visión nostálgica que le sienta muy bien al “motivo Rocky” que es, en definitiva, lo que hace que este cachivache funcione.

Este motivo es, evidentemente, el entrenamiento como instrumento para el crecimiento personal, y este crecimiento en sí mismo.

La formación ganadora (Rocky, Rocky 2, Rocky 3) presenta una estructura básica más o menos similar o comparable. Para mí la más perfecta puesta en escena de esto que llamamos “motivo Rocky” se encuentra en Rocky 2, con el peregrinar por los antiguos puestos de trabajo en plena recesión (recesión de la que, por la única referencia política obvia, los culpables son los sindicatos) mientras sus problemas en el ojo le impiden boxear.

La misma situación se repite en Rocky 5 cuando, después de vencer al comunismo en la anterior entrega se ve obligado a vivir de nuevo en la pobreza de su antiguo barrio acompañado de unos daños cerebrales graves como secuela de sus combates.

Tras estos momentos tristes, llega la provocación, Rocky no quiere o no puede pelear, pero se ve arrastrado al boxeo por causas más o menos ajenas (en Rocky 2 Apollo le busca las cosquillas hasta que nuestro protagonista consiente; en Rocky 3 debe demostrar que sus años de campeón no han sido una falacia; en Rocky 4 su misión es vengar la muerte de su amigo; y en Rocky 5, exageradísima, debe asistir a la decepción, la traición de un joven al que había entrenado y que se había convertido en una figura filial para él, debe sufrir el escarnio, el insulto y, finalmente, que le hostien al cuñado para acabar peleando.)

Pero es entonces cuando llega la mejor parte, ahí donde Rocky gana. Y esta parte es el entrenamiento.

El entrenamiento perfecto (Rocky 2, Rocky 3) tiene dos fases. Una primera en la que el entrenador se enfada mucho. El actor de doblaje grita “¡pero qué diablos te pasa!” cada catorce segundos. Rocky lo intenta pero se ve incapaz de seguir el ritmo, está torpe, agarrotado. Tiene preocupaciones que le impiden concentrarse. Su mujer está enferma, o enfadada, o puede, como en la tercera, que nuestro héroe se vea atenazado por el miedo a tener miedo, no sé, cualquier cosa.

Llega, ahí, un momento de crisis, algo que hace que esté a punto de tirar la toalla (Adrianna, su esposa, entra en coma, o Rocky se queda bloqueado por el recuerdo de su última derrota). Entonces, en el filo de la navaja, es la mujer, fiel apoyo del hombre, quien hace que se recupere su fe, ya sea pidiéndole que gane desde la cama del hospital, o espabilándole con un esmerado discurso.

Suenan los acordes y todo se acelera, se prende de dinamismo. Los gritos del entrenador se transforman en un "¡vamos, Rocky, sigue así!" y Rocky, efectivamente, sigue así, cada vez más fuerte, más flexiones, más carreras, tiene de nuevo, si hemos de creer a Apollo Creed, la mirada del tigre.

Rocky alza los brazos, el gesto de triunfo. Ya está preparado.

La gran pelea, después de esto, resulta un epílogo, un anticlímax.

Rocky nos consigue vender, encerrado en esos dos minutos de canción, la ilusión de un renacimiento del ser humano, un cambio de mentalidad que se proyecta hacia el mundo exterior. Una sensación de fuerza, de fe, de juventud, que se puede comparar a la escena final de "Sostiene Pereira" en la que a Mastroiani se le podía ver, y esta vez sin necesidad de apunte por parte de Apollo, la mirada del tigre.

Dijo Javier Cercas que decía Bolaño que Fat City, de John Houston (qué manera de escupir nombres) era la hostia. Que hasta enonces, y aún después, las pelis de boxeadores contaban un ascenso, de lo más bajo a lo más alto. Y que las mejores, (Toro Salvaje en mente) contaban un ascenso y un descenso. Pero que lo de Fat city era distinto. Vidas de boxeadores fallidas, desastrosas y muy verosímiles. Vidas llenas de grandes sueños y de desidia y que pertenecen a personas que empiezan en lo más bajo y terminan, sin desplazarse en ningún momento por la vertical, en lo más bajo.

Fat city es más interesante y mejor que Rocky. Más real. De hecho, es más cercana a lo que es o fue, de veras, el boxeo. Pocos boxeadores la preferirán. No porque sean incultos o idiotas, ni mucho menos. De hecho, la tendencia en algunos de los que yo conozco a ser obsesivos en los entrenamientos también se traslada a una pretensión de exhaustividad a la hora de aproxiamrse a la cultura o a ciertos aspectos de la misma. Conocen Fat City y son conscientes, seguramente, de que si su vida se parece a algo es más a esa película que a cualquier otra. Y sin embargo...

Y sin embargo esos acordes de Rocky esconden algo muy real, una ilusión que lo enciende todo por momentos, que resulta casi física. Ilusión que creo que todos tenemos incluso en los peores días, aunque dure solo los dos minutos de esos mismos acordes. La ilusión que nos dice que somos los actores de nuestra vida. La percepción de que nuestra voluntad puede cambiar las cosas, y aún más difícil y mejor, cambiarnos a nosotros mismos. Suena la música y tenemos delante las escaleras de Philadelphia ¿llegaremos arriba? ¿alzaremos los brazos?

Suena la música.

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